por Alfonso Sanz
Matemático y geógrafo, urbanista y experto en tráfico.
Matemático y geógrafo, urbanista y experto en tráfico.
La motorización del espacio público como
deriva antidemocrática
Una disciplina sectorial o parcial del
urbanismo como es la del diseño y gestión del tráfico ha terminado de rematar
el vaciamiento del espacio público mediante un cambio radical en su
configuración espacial, en sus reglas de uso y en sus funciones.
En efecto, por encima de cualquier otra
consideración social, política, urbanística o económica, se ha impuesto una
nueva ley del espacio público o Ley de la Calle, dirigida a garantizar el desarrollo de un
sistema de transportes: el automóvil privado. Hay que advertir que el uso del
concepto «ley de la calle» busca clarificar que se trata de algo más que del
tráfico, puesto que su influencia trasciende la circulación de vehículos o
incluso el tránsito de viandantes para penetrar en todo el conjunto de
actividades urbanas que se realizan en el espacio público.
Hay que resaltar también, que la Ley de la Calle es una combinación
dialéctica y dinámica de comportamientos sociales y reglas establecidas por las
autoridades; reglas que vienen a facilitar la circulación y el aparcamiento de
vehículos motorizados, de manera que el automóvil pueda desenvolverse en los
tejidos urbanos con una determinada velocidad, garantizando seguridad para el vehículo
y comodidad del conductor.
La
Ley de la Calle vigente ofrece, como gran novedad con respecto
a las anteriores expresiones preautomovilísticas, la profunda y radical
transformación del uso del espacio público global, derivada de la superposición
de fuerza física (la potencia de la motorización y el peligro que genera) y de
reglas que deben cumplir todos, los conductores y los no conductores.
Por ese motivo se puede hablar de deriva
antidemocrática. Frente a un espacio público útil para la mayoría de la
población (lo que no quiere decir que fuera igualitario), el proceso de
introducción regulada y masiva de automóviles expulsa o margina a los que no
disponen de ese vehículo o no tienen autonomía para usarlo; una proporción de
la población mucho más elevada de lo que suele sospecharse. Téngase en cuenta, por
ejemplo, que la proporción de la población española con disponibilidad de carné
de conducir automóviles no ha superado la mitad del total hasta el año 2007,
según el censo de conductores de la Dirección General
de Tráfico.
Desde la más tierna infancia los
viandantes tienen que adaptar su comportamiento a esa ley del tráfico, que se
impone por la propia fuerza física y por la percepción del riesgo que se corre
en caso de no cumplirla.
Invirtiendo el significado del lenguaje, la Ley de la Calle establece, a través en
este caso de las denominadas normas de la seguridad vial (Ley de Tráfico), que
los elementos peligrosos de las vías y del espacio público son los niños4
o los animales sueltos o las personas que pueden aparecer
caminando en la calzada. Las señales de peligro que conforman el Reglamento
General de Circulación muestran a las claras esa perspectiva inversa: son
peligrosas las víctimas (ignorantes o no de las leyes de tráfico) y se alerta
de ellas a los conductores de las máquinas que pueden hacer daño.
Las corrientes dominantes del urbanismo
del siglo XX, así como la inmensa mayoría de la práctica urbanística en la
construcción de ciudades de ese periodo, se han plegado a esa nueva Ley de la Calle, sin cuestionarla o
incluso alentándola. De ese modo, buena parte del espacio público creado a lo
largo de las últimas décadas es poco propicio a las relaciones democráticas:
gran parte es exclusivo de los motorizados y el conjunto está regulado por
normas ideadas para facilitar la circulación de automóviles o vehículos
motorizados.
continuará mañana ....
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